¡BIP!¡BIP! Suenan al pasar por el detector los productos que la cajera, joven, de alguna parte de Suramérica, mueve con aire autómata. Un bote de laca, un tarro de garbanzos… Al otro lado, Ascensión los recoge con desdén, casi con repugnancia. Ante el hecho de que no queden bolsas aprovecha para sentirse desgraciada y, de paso, cagarse en la cajera, que ajena a la carencia sigue con la suela de sus zuecos la canción que suena por el hilo musical del establecimiento.
-No quedan bolsas, joder- arroja contra la chica, quien impasible mascando chicle solventa el problema.
Así, Ascensión convierte la ocasión de entablar una conversación superficial con una persona cualquiera en otra de las razones que vienen a reforzar su convicción de que es eso, una desgraciada.
A menudo confunde el pesimismo con el realismo y, a pesar de sentirse desdichada y obviada, asegura que todo y todos están en su contra, en una especie de confabulación masiva. Se irrita ante la gente que anda por la vida con alegría “por que sí” y encuentra que hay motivos de sobra para enlatarse en un letargo de amargura continuo, pero sin ese toque romántico que caracteriza a los estados de tristeza.
De camino a su casa maldice a tres o cuatro personas más por motivos que siempre encuentra, y en el metro, los en cuerpo presente viajeros seguramente le aparten la mirada.
Al llegar, como cada día, prepara un austero plato de comida que siempre queda muy solo o muy salado, descargando después su ira a mamporrazos contra el salero. Vive sola, sin lamentarlo, y rodeada de vecinos a los que previsiblemente detesta.
Ascensión, amén de su mala memoria, no recuerda los motivos que tiempo atrás seguramente justificaran un cabreo semejante. Pero han pasado lustros y ella sigue enfadada: con todos, consigo.
Quizás, ella pertenezca sin saberlo a esa especie de personas a las que les gusta regocijarse en su pena y escuchar su propio lamento, sin querer ver que esas penas, la mayoría de veces, tienen las dimensiones deseadas.
Se va a la cama sin pensar que mañana será otro día, sino que hoy fue uno más.
Ni si quiera ella, que suele aguardar con paciencia las desavenencias del destino, imagina que éste le depara la más grotesca de ellas.
“Lo siento, doña Ascensión, me temo que no podemos hacer nada” Indicará un doctor de bata blanca y zuecos verdes unas semanas después, blandiendo en el aire una placa que ilustrará la terrible noticia: una carcajada de la vida en sus narices, un tren desbocado que encuentra las traviesas levantadas, una “putada” según el testimonio –curiosamente risueño- de la misma Ascensión.
Por una parálisis de los músculos mímicos, y posterior calcificación de sus tendones - dirá el médico esto o algo parecido -ha perdido toda la movilidad de los mismos en las hemicaras inferiores. No hay nada que hacer.
Imagina ahora el cuerpo exánime de Ascensión luciendo, a punto de ser incinerado, las llamas lamiendo sus pies, la más amplia de sus sonrisas.
Así será como, concretamente, dentro de dos meses y cinco días, y de puro jodida, Ascensión morirá sonriendo.
The first one! Me voy a hacer un blog para que seas mi fan! Ya no te pregunto aquello de comasavá (escrito al estilo Josep) porque sé que trebian!
ResponderEliminarAle, a pasarlo mu bien. Te dejo con un video de una cancion gabacha que no me gusta (como ha bajao esta mujer)
http://www.youtube.com/watch?v=q1e0g2zkkDs&feature=fvst
Besicos!
P.D.: ¿Por qué tienes nombre de futbolista? Es muchismo mejor tu nombre...
Debía andar por Brick Lane, o al menos intentaba encontrar Brick Lane. Era un día de aquellos en los que uno se pierde, y lo de menos es no saber dónde estás.
ResponderEliminarEn una de sus calles, ni muy ancha ni muy estrecha, entre humo de lo más peliculero, apareció un descapotable maqueado.
En su interior dos pandilleros de corte salvadoreño, y de fondo 'Paper Planes', más alto de lo recomendable para cualquier tímpano.
Les debí hacer gracia, por que pararon ante el paso de cebra y se quedaron mirando. El semáforo estaba en verde, pero ninguno de los coches a los que obligaron a parar se atrevía a reclamar. Me dio la impresión de que ese coche era conocido en el barrio.
El que iba al volante me indicó con dos dedos, como si apuntase con una pistola, y me dio permiso para cruzar la calle. Mientras, MIA, la hija del revolucionario tamil, insistía con los disparos entre las voces de niños en su canción. Entre ellos y yo una complicidad que después de un segundo ya me parecía peligrosa.
Crucé la calle y me situé finalmente frente al coche. Sus ocupantes seguían manteniendo la mirada y yo rozaba mi Canon con los dedos.
Algo me dijo que lo mejor que podía hacer era conformarme con recordar la escena, sólo en mi mente, a riesgo de que nadie me creyese...
¡Feliz cumpleaños Carlicos!