jueves, 28 de enero de 2010

La parte entera

¿No merece acaso la quietud

Que las silabas se abracen en intensa melodía?

Que las vísceras no duelan y

No mate la noche

Que los cuervos no me coman las entrañas

Y no me hiele el alba

y no me insulte el insecto

Que se choca contra la bombilla

Que cuelga sobre mi cama

medio llena que no se siente vacía

¿No merece el regazo hueco

Al que no le faltan huesos

El concierto de sirenas que revienta de unos ojos

que se quedan sin pupilas?

¿Brillan menos las estrellas

Sangran menos las heridas?

¿Son sólo los versos justos

Con un cuerpo mutilado a sabiendas desnudo

Y cruelmente enfrentado a una lluvia de metralla?

¿No merece celebrarse con un poema

La integridad del alma, que no lastre la ausencia

La liviana ligereza de unos labios que no esperan?

Un reloj que no atormenta, una canción que no conmueve,

Una espera sosegada, ¿Se hinca menos el espino

En la carne de unas manos a las que no le faltan dedos?

¿No puede parir la parte entera – y no la unidad quebrada- unas líneas desgarradas?

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Traboules

Ando por una oscura calle de Lyon. En esta ciudad atardece pronto, más aún por la ilusión de una bruma opaca que atrapa como un agujero negro las últimas luces antes del ocaso. Las farolas no se encienden hasta la noche cerrada. El suelo está húmedo. Camino, entonces, solo, por una oscura calle de Lyon. Una tosca puerta de madera en la penumbra, seductoramente entreabierta, atrapa mi atención. Unos toscos labios de madera en la penumbra que gritan ven aquí, deja que te muerda, no te va a doler. Me acerco como un insecto que se acerca a la luz azul antes de ser electrocutado. Atravieso el dintel, fresco de pintura, como hiel. Aparece un pasadizo que huele a rancio. Camino unos metros adelante, tanteando el espacio con las manos y los pies. El techo se abre al cielo más adelante, y encuentro un patio de luces: cuatro fachadas que se sustentan torpemente las unas a las otras, con la ayuda de unos arcos rampantes de aspecto inestable. En los muros se abren cientos de ventanas. El aire es denso y cuesta respirar. De una de las ventanas, ahí arriba, sale el sonido de una chica que canta acompañada por una guitarra. No entiendo lo que dice, será francés.

Tomo unas escaleras estrechas con los peldaños mordidos al fondo del patio. Llego a un rellano. De nuevo se abre una ventana, sin cristales, que ocupa toda la pared. Al acercarme me doy cuenta de que al otro lado, a menos de dos metros de donde yo me encuentro, hay una pareja follando en el suelo apasionadamente, desnudos, violentamente entregados el uno al sexo del otro. Gritan. Me tapo los oídos y veo una puerta a la derecha, la empujo rápidamente y me cuelo dentro huyendo de lo que mis ojos no pueden parar de mirar. Dentro suena la radio. En el suelo una alfombra, ya no está oscuro. Debo haber entrado en una casa. Sigo andando y sin darme cuenta entro en una cocina, iluminada con luz cálida. Hay una anciana sentada sola en una mesa. Suena la radio y ella se desternilla por algo que no comprendo. Será francés. Me mira y, mientras se enjuga las lágrimas, con un hilo de voz débil por la carcajada, me dice bon soir. Atravieso el cuarto asustado, y al fondo del pasillo encuentro una portezuela que abro con urgencia. Salgo, atropelladamente, pero me topo con un niño que corre, bajando unas escaleras que zigzaguean infinitamente hasta perderse de vista mucho más abajo. Detrás de él van otros niños que corren. Llevan globos de colores, ríen, se empujan, parecen divertirse. Al menos son treinta o cuarenta. Intento apartarme, contra la pared. No me libro de algunos pisotones, mientras bajan en torbellino pareciendo no verme. Subo, sorteándolos como puedo y llego a una azotea. Hay ropa tendida: bragas, sábanas, trapos. Desde aquí veo toda la ciudad. Junto al muro, que impide la catastrófica caída, un grupo de adolescentes se fuma un porro. En el centro hay un ascensor. Monto. Es un aparato oxidado que baja por un agujero angosto, casi labrado directamente en la roca maciza. Empiezo a bajar. Hay ventanas irregulares que dan al hueco. Veo un chico joven que echa de comer a unos peces. El ascensor continúa bajando. Una chica sentada en el bidé. Dos hermanos se pelean. Una familia mira la tele. Ocho paquistanís comparten alcoba. Me veo a mí mismo durmiendo en mi habitación. Sigo bajando y no recuerdo haber subido tánto. De repente el ascensor se detiene frente otro pasillo estrecho, de paredes de yeso húmedas y desconchadas. Corro hacia el fondo. Corro como no he corrido nunca, y me choco contra una puerta tosca de madera. Una boca tosca de madera que me escupe al exterior. Estoy en una calle de Lyon. Y está atardeciendo. En esta ciudad atardece pronto…

lunes, 14 de septiembre de 2009

Saudade

Uno se cree libre de ataduras, de flaquezas
hasta que en un lugar extraño, algo le trae
una canción cómplice, una costumbre nuestra.


martes, 8 de septiembre de 2009

SDF

Una de las cosas que ya he aprendido desde que llegué, hace sólo cinco días, es que los franceses son amantes de las siglas y los acrónimos. SDF - Sans Domicile Fixe- es el que utilizan para llamar a los vagabundos, los Sin Techo que decimos nosotros, de forma más poética.

Bajo esa condición vivíamos Marta y yo, no sabiendo más que dónde pasaríamos la noche del día en curso - a veces sólo las siguientes horas de la noche en curso.

Tuvimos que pasar una dura prueba de acceso, donde se puso en tela de juicio nuestra compatibilidad como presuntos futuros compañeros de piso, nuestra simpatía y en definitiva, nuestro savoir faire. Pusimos toda la carne en el asador, intentando parecer simpáticos no se cuánto más de lo que lograríamos serlo. La selección finalizó con un combate cuerpo a cuerpo, sentados yo y Marta en el sofá junto con el tercer candidato a la colocation, ante los ojos y las orejas altertas, intimidatorios, de nuestro particular jurado. Nuestras santas madres confiaban en nuestras habilidades sociales, no tanto nosotros.

Horas después nos llamaron para decirnos que habíamos conseguido el puesto como miembros de esta pequeña familia, significando entre otras cosas que por fin teníamos casa. Marta y yo no somos más SDF.

Me dejaré llevar por los prejuicios esta vez que vaticinan cosicas buenas.

Los miembros de esta empresa son siete. Sus nombres son Davy, Elise, Léa, Marie, Benoit, y desde ayer, Marta y Carlos. Ahora estoy sentado en mi nuevo salón acompañado de algunos de ellos. Intentamos derribar la barrera lingüística a golpe de cañón, y tanto es verdad que dos no se pelean si no quieren, como que dos- o nueve- se entienden si ambas partes están conformes.

Me da que va a ser un gran año.

Y por supuesto, vous etez tous invités.


lunes, 31 de agosto de 2009

La que murió sonriendo

¡BIP!¡BIP! Suenan al pasar por el detector los productos que la cajera, joven, de alguna parte de Suramérica, mueve con aire autómata. Un bote de laca, un tarro de garbanzos… Al otro lado, Ascensión los recoge con desdén, casi con repugnancia. Ante el hecho de que no queden bolsas aprovecha para sentirse desgraciada y, de paso, cagarse en la cajera, que ajena a la carencia sigue con la suela de sus zuecos la canción que suena por el hilo musical del establecimiento.

-No quedan bolsas, joder- arroja contra la chica, quien impasible mascando chicle solventa el problema.

Así, Ascensión convierte la ocasión de entablar una conversación superficial con una persona cualquiera en otra de las razones que vienen a reforzar su convicción de que es eso, una desgraciada.

A menudo confunde el pesimismo con el realismo y, a pesar de sentirse desdichada y obviada, asegura que todo y todos están en su contra, en una especie de confabulación masiva. Se irrita ante la gente que anda por la vida con alegría “por que sí” y encuentra que hay motivos de sobra para enlatarse en un letargo de amargura continuo, pero sin ese toque romántico que caracteriza a los estados de tristeza.

De camino a su casa maldice a tres o cuatro personas más por motivos que siempre encuentra, y en el metro, los en cuerpo presente viajeros seguramente le aparten la mirada.

Al llegar, como cada día, prepara un austero plato de comida que siempre queda muy solo o muy salado, descargando después su ira a mamporrazos contra el salero. Vive sola, sin lamentarlo, y rodeada de vecinos a los que previsiblemente detesta.

Ascensión, amén de su mala memoria, no recuerda los motivos que tiempo atrás seguramente justificaran un cabreo semejante. Pero han pasado lustros y ella sigue enfadada: con todos, consigo.

Quizás, ella pertenezca sin saberlo a esa especie de personas a las que les gusta regocijarse en su pena y escuchar su propio lamento, sin querer ver que esas penas, la mayoría de veces, tienen las dimensiones deseadas.

Se va a la cama sin pensar que mañana será otro día, sino que hoy fue uno más.

Ni si quiera ella, que suele aguardar con paciencia las desavenencias del destino, imagina que éste le depara la más grotesca de ellas.

“Lo siento, doña Ascensión, me temo que no podemos hacer nada” Indicará un doctor de bata blanca y zuecos verdes unas semanas después, blandiendo en el aire una placa que ilustrará la terrible noticia: una carcajada de la vida en sus narices, un tren desbocado que encuentra las traviesas levantadas, una “putada” según el testimonio –curiosamente risueño- de la misma Ascensión.

Por una parálisis de los músculos mímicos, y posterior calcificación de sus tendones - dirá el médico esto o algo parecido -ha perdido toda la movilidad de los mismos en las hemicaras inferiores. No hay nada que hacer.

Imagina ahora el cuerpo exánime de Ascensión luciendo, a punto de ser incinerado, las llamas lamiendo sus pies, la más amplia de sus sonrisas.

Así será como, concretamente, dentro de dos meses y cinco días, y de puro jodida, Ascensión morirá sonriendo.

domingo, 30 de agosto de 2009

La envidia sana

Hasta hoy, atrevida es la ignorancia, desaprobaba en silencio, como quien no quiere compartir un tesoro que sólo él posee (quizás debido a la soberbia remanente del pavo de una edad no del todo sepultada) a quienes decían aquello de "Chica, qué envidia me das, pero envidia SANA".

Como para eximirse del pecado que acababan de cometer, necesitaban esclarecer que no eran merecedores de culpa ni castigo, pesada es la losa que la religión deja en la consciencia popular. A veces, los malhechores se delatan disculpándose en voz alta por las acusaciones con que su consciencia tira silenciosa de su lengua.

Yo, amigo de los pecados y no tanto de la culpa, asumía la autoría del crimen consumado sin adjetivos que lo hicieran pío. Algunas cosas me daban envidia. Envidia cochina o ilustre envidia, aceptaba la supuesta crudeza de los hechos. Padre, perdóneme porque he pecado.

Hoy, sin embargo, al acudir al diccinario de la lengua española (vigésimo segunda edición, para no faltar al rigor informativo), he descubierto que sus autores contemplan dos acepciones -o sea, los castellanoparlantes que a diferencia de un servidor no desaprueban a nadie por hablar bien-. A saber:

1. f. Tristeza o pesar del bien ajeno.

2. f. Emulación, deseo de algo que no se posee.



Dando por hecho que las normas del buen hacer y lo políticamente correcto, ese término tan de vanguardia, consideren por "sana" la envida de tipo 2, hoy, por primera vez en mi vida, puedo decir que gozo de envidia de estupenda salud.

Ha sido la envidia sana la que ha hecho que, tras leer de nuevo algunos blogs que desconocía, y releer otros de viejos amigos, no haya podido evitarlo.

El resultado es esta criatura que hoy, a las 4:05 de la mañana del 31 de agosto del 2009, doy a luz. Estoy seguro de que si fuese de carne y hueso tendría los dientes torcidos y mucho pelo. Aún así, Envidia , de apellido Sana, y yo, somos en estos momentos unos padres orgullosos.

Esperemos que nos dure