Ando por una oscura calle de Lyon. En esta ciudad atardece pronto, más aún por la ilusión de una bruma opaca que atrapa como un agujero negro las últimas luces antes del ocaso. Las farolas no se encienden hasta la noche cerrada. El suelo está húmedo. Camino, entonces, solo, por una oscura calle de Lyon. Una tosca puerta de madera en la penumbra, seductoramente entreabierta, atrapa mi atención. Unos toscos labios de madera en la penumbra que gritan ven aquí, deja que te muerda, no te va a doler. Me acerco como un insecto que se acerca a la luz azul antes de ser electrocutado. Atravieso el dintel, fresco de pintura, como hiel. Aparece un pasadizo que huele a rancio. Camino unos metros adelante, tanteando el espacio con las manos y los pies. El techo se abre al cielo más adelante, y encuentro un patio de luces: cuatro fachadas que se sustentan torpemente las unas a las otras, con la ayuda de unos arcos rampantes de aspecto inestable. En los muros se abren cientos de ventanas. El aire es denso y cuesta respirar. De una de las ventanas, ahí arriba, sale el sonido de una chica que canta acompañada por una guitarra. No entiendo lo que dice, será francés.
Tomo unas escaleras estrechas con los peldaños mordidos al fondo del patio. Llego a un rellano. De nuevo se abre una ventana, sin cristales, que ocupa toda la pared. Al acercarme me doy cuenta de que al otro lado, a menos de dos metros de donde yo me encuentro, hay una pareja follando en el suelo apasionadamente, desnudos, violentamente entregados el uno al sexo del otro. Gritan. Me tapo los oídos y veo una puerta a la derecha, la empujo rápidamente y me cuelo dentro huyendo de lo que mis ojos no pueden parar de mirar. Dentro suena la radio. En el suelo una alfombra, ya no está oscuro. Debo haber entrado en una casa. Sigo andando y sin darme cuenta entro en una cocina, iluminada con luz cálida. Hay una anciana sentada sola en una mesa. Suena la radio y ella se desternilla por algo que no comprendo. Será francés. Me mira y, mientras se enjuga las lágrimas, con un hilo de voz débil por la carcajada, me dice bon soir. Atravieso el cuarto asustado, y al fondo del pasillo encuentro una portezuela que abro con urgencia. Salgo, atropelladamente, pero me topo con un niño que corre, bajando unas escaleras que zigzaguean infinitamente hasta perderse de vista mucho más abajo. Detrás de él van otros niños que corren. Llevan globos de colores, ríen, se empujan, parecen divertirse. Al menos son treinta o cuarenta. Intento apartarme, contra la pared. No me libro de algunos pisotones, mientras bajan en torbellino pareciendo no verme. Subo, sorteándolos como puedo y llego a una azotea. Hay ropa tendida: bragas, sábanas, trapos. Desde aquí veo toda la ciudad. Junto al muro, que impide la catastrófica caída, un grupo de adolescentes se fuma un porro. En el centro hay un ascensor. Monto. Es un aparato oxidado que baja por un agujero angosto, casi labrado directamente en la roca maciza. Empiezo a bajar. Hay ventanas irregulares que dan al hueco. Veo un chico joven que echa de comer a unos peces. El ascensor continúa bajando. Una chica sentada en el bidé. Dos hermanos se pelean. Una familia mira la tele. Ocho paquistanís comparten alcoba. Me veo a mí mismo durmiendo en mi habitación. Sigo bajando y no recuerdo haber subido tánto. De repente el ascensor se detiene frente otro pasillo estrecho, de paredes de yeso húmedas y desconchadas. Corro hacia el fondo. Corro como no he corrido nunca, y me choco contra una puerta tosca de madera. Una boca tosca de madera que me escupe al exterior. Estoy en una calle de Lyon. Y está atardeciendo. En esta ciudad atardece pronto…